viernes, 9 de noviembre de 2012

Una de esas ocasiones en las que los hijos enseñan a los padres...Para reflexionar

En el presente siglo, las personas que tienen una hipoteca, familia e hijos en la ciudad no pueden permitirse retirarse a una cabaña como el autor de Walden, pero tienen otras formas de vivir con austeridad sin privarse del néctar de la vida.

Tras abandonar la cultura del crédito, debemos tomar conciencia de nuestros ingresos reales y de aquellos gastos a los que podemos renunciar. Hay que asumir que cuanto más dinero necesitemos, más tiempo deberemos trabajar.

Una de las obviedades que nuestra vida acelerada nos ha hecho olvidar es que cambiamos dinero por tiempo, la única divisa que no se puede reponer. Entregar horas, días, años de nuestra vida a algo que no nos gusta para pagar créditos debería hacernos reflexionar. Incluso hay personas sin deudas que trabajan tanto que no tienen tiempo de gastar lo que ganan.

¿Por qué casi nadie invierte en tener tiempo? Teniendo en cuenta que las mejores cosas de la vida son gratis –la amistad, el amor, la contemplación de la naturaleza…–, deberíamos prestar atención a nuestra escala de prioridades para colocar cada cosa en su sitio.

El Walden del siglo XXI puede ser llevar una existencia sencilla según el patrón de simplicidad voluntaria propuesto por Duane Elgin en el libro del mismo título. Este activista y conferenciante norteamericano radiografía con estos diez hábitos los que han optado por la vida simple:

Invierte el tiempo y energías liberados en actividades con tu pareja, hijos y amigos (caminar, tocar música juntos, compartir una comida, acampar…) o en actividades voluntarias de ayuda a otros.
Esfuerzate en desarrollar todo el espectro de tus potenciales: físico (deportes), emocional (aprendiendo a expresar y compartir los sentimientos), mental (leyendo libros, tomando clases…) y espiritual (cultivando una mente calmada y una corazón compasivo).
Siente una conexión íntima con la tierra y una preocupación reverencial por la naturaleza, por lo que actúa procurando siempre el bienestar de la tierra.
Preocúpate por los pobres del mundo; una vida más simple crea un sentimiento de parentesco con los más desfavorecidos y, en consecuencia, con la equidad en el uso de los recursos mundiales.
Disminuye tu consumo personal; compra ropa funcional, estética y duradera en lugar de seguir modas pasajeras; compra menos joyería y otras formas de ornamentación personal; compra menos cosméticos.
Apuesta por productos resistentes, fáciles de reparar, cuya manufactura y uso no sean contaminantes y que, además, sean eficientes desde el punto de vista energético.
En tu dieta, aléjate de los alimentos altamente procesados, de las carnes y el azúcar, y elige alimentos más naturales, saludables y apropiados para los habitantes de un pequeño planeta.
Reduce la acumulación y complejidad en tu vida, desprendiéndote o vendiendo aquellas posesiones que son raramente usadas y podrían ser utilizadas productivamente por otros.
Aprecia la simplicidad de las formas no verbales de comunicación: la elocuencia del silencio, abrazarse y tocarse, el lenguaje de los ojos.
Aboga por prácticas holísticas de cuidado de la salud que enfatizan la medicina preventiva y las capacidades curativas del propio cuerpo.

¿Quiénes son los pobres?

Sin olvidar el drama de millones de personas que sufren escasez de agua, alimentos y medicinas, en el primer mundo tendemos a utilizar un baremo consumista para medir la pobreza. Desde nuestro punto de vista, el campesino de Bután que vive con un par de euros al día sería considerado pobre de solemnidad, por mucho que su país exhiba un elevado índice de Felicidad Interior Bruta.

Sobre el concepto de pobreza, hay una lúcida fábula de autor desconocido. Cuenta que el padre de una familia muy rica llevó a su hijo de viaje a una comunidad indígena con el expreso propósito de mostrarle cómo viven los pobres. Estuvieron un par de días y noches alojados en la granja de lo que se podría considerar una familia muy pobre. A la vuelta del viaje, el padre preguntó a su hijo qué le había parecido la experiencia y si se había dado cuenta de cómo vivían los pobres para valorar más lo que tenía en casa.

El niño respondió que le había encantado el viaje y que ahora ya sabía cómo vivían los pobres. Cuando el padre le pidió que especificara lo que había aprendido, el pequeño enumeró así lo que había visto:

“Nosotros tenemos un perro y ellos tienen varios.
Nosotros tenemos una piscina que ocupa la mitad del jardín y ellos tienen un arroyo que no tiene fin.
Nosotros hemos puesto faroles en nuestro jardín y ellos tienen las estrellas por la noche.
Nuestro patio es tan grande como el jardín y ellos tienen el horizonte entero.
Nosotros tenemos un pequeño trozo de tierra para vivir y ellos tienen campos que llegan hasta donde nuestra vista no alcanza.
Nosotros tenemos criados que nos ayudan, pero ellos se ayudan entre sí.
Nosotros compramos nuestra comida, pero ellos cultivan la suya.
Nosotros tenemos muros alrededor de nuestra casa para protegernos, ellos tienen amigos que los protegen.”

El padre del niño quedó boquiabierto. Finalmente, su hijo añadió:
“Gracias, papá, por enseñarme lo pobres que somos.”










Gracias por leerme,
El blog de Patricia

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